A las afueras de la capital de Nepal, en Katmandú, se encuentra el templo hinduista más importante, Pushamatinath, cuya entrada está prohibida a los que nos practican su religión. Lo que si es perfectamente visible para cualquiera que se acerque al lugar es todo el ritual en torno a la muerte. A ambas orillas del río hay diversas zonas elevadas, simulando una especie de altares, donde se celebran las piras de los difuntos.
Mientras los encargados y familiares preparan a los muertos, lavándolos, cubriéndolos con flores en lugares estratégicos de su cuerpo y tapándolos con la tela naranja del fuego purificador, los niños del entorno permanecen ajenos a esta actividad.
A escasos metros de los cadáveres, las pandillas se afanan en refrescarse en el agua, en el mismo río donde se esparcen las cenizas tras la cremación. Nadan, gritan, se ríen y se tiran de las mismas escaleras que los familiares de los muertos utilizan para bajar a la orilla a coger agua para limpiar a sus seres queridos por última vez. Una escena chocante pero que en Nepal solo implica la normalidad de la muerte en el hinduismo.
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